miércoles, 1 de agosto de 2012

ELEGIR ENTRE VIVISECCIÓN O CIENCIA



Por el Dr. Pietro Croce



INTRODUCCIÓN

En este libro he yuxtapuesto deliberadamente la ciencia y la pseudociencia, con el objetivo expreso de que se produzca una lucha entre ambas.

La pseudociencia, como todos los asuntos relacionados con el misterio, suele causar la burla o el sarcasmo. Sin embargo, al igual que no debemos burlarnos de un borracho, uno tampoco debe burlarse del pequeño grupo de investigadores que, actuando de buena fe, siguen empeñados en buscar las respuestas a las enfermedades humanas en las entrañas de las ranas, los conejillos de indias, los perros, los gatos y los primates no humanos.

Sin embargo, también existen investigadores que actúan de mala fe, y son una legión. Son los que consiguen diplomas, doctorados, cátedras universitarias –y, por supuesto, dinero– de las vísceras de los animales. Me ocuparé de este asunto en la primera parte de este libro.

La segunda parte está dedicada a la verdadera ciencia. En ella se analizan los métodos básicos de investigación biomédica, entre los que se incluyen la epidemiología, los métodos matemáticos e informáticos,  y la experimentación in vitro.

He intentado evitar una excesiva complejidad, para no disuadir de la lectura al público lego en la materia. Al mismo tiempo, no he sacrificado el rigor propio de la ciencia, de forma que quienes tengan conocimientos científicos encuentren en estas páginas ayuda para dar los primeros pasos hacia una ciencia que necesita una renovación radical.


MI TRANSFORMACIÓN

Yo solía experimentar con animales. Durante muchos años obedecí sin dudar la fría lógica positivista que se me impuso en mis estudios universitarios, y que me llevó a creer durante mucho tiempo en la máxima de que “el positivismo científico es la única lógica posible en la investigación médica y biológica”. Sin embargo, asegurar que la mente humana sólo puede funcionar con un único sistema de lógica, implica admitir que es incapaz de mirar en más de una dirección.

Tenía mi cabeza llena de nociones inculcadas por mis profesores y extraídas de los libros y de mis prácticas en hospitales italianos y extranjeros, y por ello tuve que hacer un esfuerzo para poner en orden mis ideas. No obstante, era como intentar completar un puzzle defectuoso, porque las piezas no encajaban, producían imágenes distorsionadas que estaban separadas por espacios que yo no podía llenar, y formaban un mosaico que se descomponía con una mínima sacudida.

Me di cuenta de que tenía que haber algún error en la práctica y la teoría de la medicina –una falsa premisa, tanto fundamental como elemental, capaz de socavar la estructura en su totalidad y de viciar todo lo construido sobre ella–, o en otras palabras, un error metodológico.

El pensamiento viviseccionista tiene su origen en la ciencia empírica, que alcanzó su cénit en el siglo XIX y está basada en la selección y construcción de modelos experimentales que reproducen libremente los fenómenos que se pretende investigar.

Por ejemplo, dos condensadores cargados con electricidad, con un polo positivo y otro negativo, producen una chispa cuando se colocan juntos. Así se construye un modelo experimental del fenómeno natural que provoca los rayos. ¿Y cuál es el modelo apropiado para el estudio del ser humano, de sus funciones, de sus problemas y de sus enfermedades? La respuesta parece obvia (pero precisamente por eso contiene un error que la invalida completamente), y consiste en afirmar que debe ser utilizado un animal como modelo experimental del ser humano. Inmediatamente aparece el primer obstáculo: ¿Qué animal debemos elegir? Hay miles de especies de animales en la Tierra. ¿Debemos usar ratones? ¿Perros? ¿Y por qué no usamos rinocerontes o jabalíes?

En las ciencias físicas y mecánicas, el investigador diseña y construye un modelo experimental que posee las características apropiadas para su objetivo. Por otra parte, el investigador de las ciencias biológicas que escoge un animal como modelo experimental está obligado a aceptar algo ya formado por la naturaleza. Sería una extraña e improbable coincidencia que las características de dicho animal fueran adecuadas para su propósito.

Incluso la elección entre diferentes especies de animales es ilusoria: es como elegir al azar con los ojos tapados entre diferentes posibilidades, o lo que es peor, es como una búsqueda oportunista del animal más “conveniente”. Los ratones, los conejos y los conejillos de indias son convenientes, porque son fáciles de mantener, y también lo son los gatos y los perros, porque se pueden obtener a bajo coste. El único elemento que tendría que ser decisivo y determinante –que el animal debe tener características morfológicas, fisiológicas y bioquímicas aplicables al ser humano–, es un elemento que no se tiene en cuenta. De hecho, solamente un ser humano o una quimera pueden cumplir dicho criterio.

No existe un modelo experimental del ser humano. Todas las especies, todas las variedades de animales e incluso los individuos de una misma especie, difieren entre ellos. Ninguna experimentación realizada con una especie puede ser extrapolada a otra. La creencia de que esa extrapolación puede ser legítima es la principal causa de los fracasos, y en ocasiones de las catástrofes, que la medicina moderna nos inflige, especialmente en el ámbito de los fármacos. Se habla y se escribe muy poco sobre algunos hechos desagradables, algunas veces como deferencia a una ciencia que pretende ser la “salvadora de la humanidad”, pero con más frecuencia para evitar provocar a los enormes intereses económicos y políticos que sostienen a nuestra medicina “salvadora”. Por ejemplo, en Agosto de 1978, sólo los periódicos japoneses informaron de la manifestación de 30.000 personas paralizadas y cegadas por el clioquinol que recorrió las calles de Tokio, y únicamente cuando se celebró un juicio y la empresa fabricante del fármaco fue declarada culpable el asunto llegó a ser conocido por la opinión pública. En el capítulo séptimo se analizarán los detalles de la tragedia del clioquinol.

El número 8 de Il Bolletino d’Informazione sui Farmaci (Boletín de Información sobre Fármacos), publicado por el Ministerio de Sanidad de Italia, que sabe que tales publicaciones no cuentan con un número de lectores importante, aseguró que “entre 1972 y junio de 1983 se retiraron del mercado 22.621 productos farmacéuticos (en otras palabras, dichos productos fueron prohibidos). Como los fármacos son normalmente fabricados en diferentes formas (pastillas, supositorios, etc.), en total se retiraron unos 5.000 fármacos. Todos ellos habían pasado aparentemente “con un gran éxito” todos los experimentos con animales exigidos por la ley.

Otro informe oficial reveló que las cosas no han mejorado con el tiempo. Entre 1984 y 1987, los efectos secundarios (sólo los registrados, por supuesto) de los fármacos alcanzaron la cifra de 14.386, incluidas 112 muertes. ¿Cuántos años tienen que pasar para que se detecte que un medicamento es peligroso, y cuántas personas se convertirán en sus víctimas entretanto? Esta pregunta fue contestada por el Profesor Hoff en el Congreso de Medicina Clínica celebrado en Wiesbaden, en 1976: “El 6% de las enfermedades fatales y el 25% de todas las enfermedades tienen su origen en los medicamentos”. El Dr. Remner, de Tübingen, dijo lo siguiente en una reunión organizada por las compañías de seguros de Alemania: “En la República Federal de Alemania se producen unas 30.000 muertes cada año a causa de los medicamentos”.

Si en Alemania no pueden evitar lamentarse de dicha situación, en Italia tampoco pueden mostrarse muy contentos: las estadísticas oficiales sobre salud informan de que el 10% de las hospitalizaciones se producen a causa de los efectos tóxicos de los fármacos, y de que el 30% de los pacientes hospitalizados deben prolongar su estancia en el hospital a causa de un tratamiento incorrecto. También encontramos estadísticas alarmantes en el Reino Unido: en 1977, se registraron 120.366 casos de efectos secundarios tóxicos en pacientes hospitalizados (Mann, 1984). Y en Estados Unidos, una de cada siete camas de hospital está ocupada por pacientes que padecen los mencionados efectos secundarios.

Mi demanda de que los experimentos con animales sean abolidos no está basada en el amor a los animales, sino en mi preocupación por la salud de mis semejantes humanos. El pensamiento antiviviseccionista es mucho más científico que la jactancia de los viviseccionistas, que operan en un ambiente de pensamiento medieval. Son demasiado perezosos o avaricio­sos para apartarse de la cómoda tradición y para dedicarse a los métodos de investigación científicamente correctos (por ejemplo, la observación clínica), que actualmente están en desuso, y para utilizar los numerosos métodos científicos modernos, como los cultivos de tejidos y celulares, los modelos matemáticos, la epidemiología, etc.

Por tanto, hay muchas alternativas para la vivisección. Se han descrito unas 450, pero su número es teóricamente ilimitado, porque cada sección de la investigación presupone la aplicación de un método científico a esa investigación, capaz de garantizar un resultado creíble que sea compatible con la lógica científica, que sea reproducible libremente y que satisfaga el “criterio de falsificación”[1] de Karl Popper. Sin embargo, la metodología viviseccionista no cumple ninguno de los requerimientos que acabamos de enumerar.

El progreso científico solamente se puede conseguir con pequeños pasos. Es preferible que esos pasos sean minúsculos, pero seguros. Los vivisectores intentan definir la experimentación animal como un atajo hacia el conocimiento biológico, pero no se han dado cuenta de que es un atajo en la dirección incorrecta. La afirmación de que la medicina debe progresar a base del ensayo y del error es inaceptable. En medicina, un “error” significa el sacrificio de una persona, o quizá de miles de personas. Y digo una persona o miles deliberadamente, porque una persona tiene tanto valor como mil personas. Un vivisector afirmará: “Nosotros trabajamos por el beneficio de la mayoría”. ¡En absoluto! Ellos no tienen derecho a sacrificar a un único ser humano por el beneficio hipotético e indeterminado de un número indefinido de personas en un momento no especificado del futuro.

El 16 de noviembre de 1984, a las 5 y 25 de la tarde, se anunció en la radio que “Baby Fae” había fallecido. “Baby Fae” fue el apodo que se utilizó para referirse a una niña que había nacido en California el 14 de octubre de ese mismo año. Tenía una malformación en el corazón que implicaba que no podría vivir por mucho tiempo. El 26 de octubre, en el Centro Médico Universitario de Loma Linda, el Dr. Leonard Bailey trasplantó el corazón de un babuino en el cuerpo de la niña. Se organizaron concentraciones de protesta cerca del hospital. La pequeña víctima murió 21 días después de la operación, probablemente a causa del rechazo del nuevo corazón.

“Baby Fae” fue un conejillo de indias en un experimento viviseccionista. El objetivo primordial del experimento era (supuestamente) averiguar si se produce el rechazo incluso cuando el sistema inmunológico está incompleto. Es un descubrimiento científico importante que se demostrara que el rechazo sí se produjo, aunque era un hecho fácilmente predecible. Pero al margen de los descubrimientos científicos, la ética humana y médica también debe tenerse en cuenta, y una tortura como la que acabamos de describir no puede justificarse en nombre de la ciencia.

Sin embargo, eso no fue todo. Hubo otro aspecto importante en esta espantosa historia que resulta asombroso desde el punto de vista técnico más elemental (evito deliberadamente utilizar el término “científico”). El propio Profesor Bailey indicó que el rechazo no se produjo por la incompatibilidad del corazón del babuino y el cuerpo de la niña, sino porque –aunque esto pueda parecernos realmente inconcebible– su equipo no se tomó la molestia de hacer algo que hoy es un procedimiento rutinario en todas las transfusiones de sangre que se hacen en el mundo: no se dieron cuenta de que debían comprobar los grupos sanguíneos de receptor y donante. Con el tiempo se filtró a los medios que la sangre de “Baby Fae” era del grupo O, mientras que la del babuino era del grupo AB. El Profesor Bailey hizo las siguientes declaraciones en La Repubblica, el 13 de mayo de 1987: “Resultó fatal mezclar sangre de dos grupos diferentes. Estábamos más preocupados por las diferencias entre las dos especies que por la sangre. Cometimos un error”.

Como científico, reconozco el gran interés para la ciencia del experimento de “Baby Fae” , pero como ser humano, mantengo que la pequeña fue usada como conejillo de indias y que los responsables del ejercicio deberían ser castigados por la ley. De lo contrario, todos tendríamos que aceptar la perversa noción de que el fin justifica los medios, una máxima catastrófica que ha tenido efectos nefastos en la humanidad durante milenios.

Volvamos al concepto del ensayo y el error. Yo prefiero llamar “científicos” a los métodos que otros llaman “alternativos”. Son científicos porque son los más fiables y porque minimizan el riesgo de error, o lo que es lo mismo, el riesgo de causar sufrimiento y muerte en los seres humanos. Como hemos comentado, existen tres métodos: la epidemiología, los modelos matemáticos y los cultivos in vitro de células y de tejidos. Es posible que dichos métodos no garanticen un progreso sensacionalmente rápido, pero son pasos cortos y seguros en un camino recto. Con frecuencia suele preguntarse por qué se utilizan tan poco entonces. La única razón es que las Universidades continúan instruyendo a las nuevas generaciones de estudiantes con la experimentación animal. No pueden, o simplemente no quieren liberarse de un modo de pensar ciego e infructuoso: seguir con los viejos hábitos es más fácil que innovar.

Algunos viviseccionistas –los dotados de un temperamento más crítico–, han empezado a expresar sus dudas y a buscar una solución intermedia. Admiten que los experimentos con animales no proporcionan respuestas definitivas, pero mantienen que al menos nos dan una indicación que nos ayuda a saber que estamos en la senda correcta, lo que nos permite determinar que podemos continuar en la misma dirección. Dicha indicación puede ser de hecho útil, con una condición: que sea correcta. Supongamos que un viajero pregunta a un viandante por el camino que debe seguir para llegar a la Iglesia de Santa María. El viandante señala vagamente hacia el Este. Sería una “indicación”, un fragmento de información que aunque sea incompleta puede ayudarle si la dirección indicada es la correcta. No obstante, si el viandante, en lugar de señalar hacia el Este (donde está la iglesia situada), señala hacia el Oeste o hacia el Sur, la indicación no solamente es incompleta sino que además es errónea y engañosa.

Los mismo puede decirse de la metodología de investigación viviseccionista. Si proporcionara indicaciones incompletas pero correctas, podría ser de cierta utilidad. Sin embargo, no sólo no es útil, sino que también es engañosa, porque sólo por casualidad proporciona indicaciones en la dirección correcta, por lo que los investigadores no tienen ninguna posibilidad de predecir si se producirá o no una afortunada coincidencia.

¿Qué significan en realidad las expresiones “por casualidad” y “por coincidencia”? No tenemos problemas para admitir que, por ejemplo, una sustancia que sea venenosa para un perro puede serlo también para un humano. Sin embargo, eso puede ser una mera coincidencia, que obedece a las leyes de la probabilidad, y, al aceptarla como norma cometemos un error que podría causar muchas víctimas antes de que nos percatemos de la situación. Existen miles de víctimas de la medicina moderna; tantas que se han publicado miles de artículos especializados sobre las enfermedades iatrogénicas, o lo que es lo mismo, enfermedades causadas por doctores que parecen haber olvidado el precepto básico hipocrático: Primum non nocere (Primero, no hacer daño).

El concepto de experimentación viviseccionista con humanos no es una macabra fantasía. Se cree que hoy se practica ampliamente. Muchos viviseccionistas están empezando a darse cuenta de que experimentar con una especie animal para extrapolar los resultados a otra especie (experimentación inter species), es un error metodológico. Por tanto, están empezando a dedicarse a la experimentación intra speciem, lo que implica experimentar con perros para aprender algo sobre los perros, con gatos para aprender algo sobre los gatos, y con humanos para aprender algo sobre los humanos. Pero esta variante sofisticada de la vivisección, a pesar de que puede parecer atrayente, no garantiza resultados más fiables que los obtenidos mediante la experimentación inter species (como demostraré más adelante).

Ninguna especie animal puede ser un modelo experimental de ninguna otra especie, y sólo un análisis superficial puede contentarse con las similitudes morfológicas, como por ejemplo las siguientes: “Los perros, como los humanos, tienen cabeza, dos ojos, un hígado, un corazón, etc.” Igualmente engañoso y burdo es recurrir a analogías del tipo: “Si aplasto la pata de un perro, el pero aúlla”, “y si aplasto el pie de un humano, el humano grita de dolor”; “Si a una hembra de primate no humana le quito a su cría, la hembra de primate no humana se pone triste”, “y si a una madre humana le quito a su hija, la madre humana se pone triste”.

Tales analogías existen, y sería absurdo negarlas. ¿Por qué existen? Porque dado que tenemos un origen común, esos atributos forman parte de una entidad insondable e indivisible que llamamos “vida”. Que ciertos tipos de comportamiento tienen una raíz común parece aún más evidente si nos paramos a examinar a cualquier ser vivo sin prejuicios científicos. La búsqueda de alimento, la huida del peligro, el deseo de reproducción y otros tipos de comportamiento que podríamos denominar “instintos” por razones de conveniencia, son atributos fundamentales del fenómeno de la vida.

No obstante, por lo que se refiere a los componente materiales de los tejidos de las innumerables especies animales, debemos detenernos por un momento para plantearnos la siguiente pregunta: ¿Pueden ser consideradas análogas dos especies animales, cuando sabemos que los tejidos de cada especie están compuestos de miles de proteínas (alrededor de diez mil), de las cuales ni siquiera una que sea común en ambas especies es idéntica en las dos, y cuyas secuencias de ADN (ácido desoxirribonucleico), que transmiten las características hereditarias, difieren una de otra en las distintas especies?[2] (Las moléculas del ADN difieren en distintos animales en la longitud de las cadenas de la doble hélice y en el número y la disposición de los nucleótidos de los que están compuestas. Existen miles de millones de posibles combinaciones, porque el número de nucleótidos del ADN humano, por ejemplo, es de cerca de tres mil millones).

Una norma fundamental de cualquier experimento científico es que tiene que ser reproducible. Un experimento es reproducible cuando siempre produce un resultado idéntico, sin importar dónde o cuándo se realice, y sin que importe tampoco quién sea el investigador que lo lleve a cabo. Si no es así, algo falla. O bien la hipótesis es errónea[3], o bien no es demostrable, o bien el método usado para demostrarla es incorrecto. Por lo tanto, tenemos que averiguar si los experimentos con animales (incluido el animal humano) tienen la característica intrínseca de la reproductibilidad.

Encontramos la respuesta en una investigación llevada a cabo en la Universidad de Bremen, cuyos resultados fueron publicados en un artículo titulado “Die Problematik der Wirkunschwelle in Pharmakologie und Toxicologie” (“Problemas del Umbral de Eficacia en Farmacología y Toxicología”[4]). La investigación demostró que:

1. Los animales jóvenes reaccionan de manera diferente que los de mayor edad a la radiación ionizante.

2. Hay diferencias importantes en los efectos de los tranquilizantes en los animales jóvenes y en los de mayor edad.

3. En los tests DL-50 (DL = dosis letal; los tests están diseñados para descubrir qué dosis causa la muerte del 50% de los animales experimentales) efectuados con ratas por la tarde, casi todas las ratas murieron; en los tests realizados por la mañana, todas sobrevivieron. En los tests llevados a cabo en invierno, las tasas de supervivencia eran del doble de las registradas en verano. Cuando se administraron sustancias tóxicas a ratones que estaban en jaulas atestadas de animales, casi todos murieron, mientras que todos los ratones que recibieron la sustancia en jaulas con un número normal de animales sobrevivieron.

Los autores de la investigación concluyeron lo siguiente: “Si tales diferencias medioambientales mínimas produjeron unos resultados tan divergentes e imprevistos, los experimentos con animales no son válidos para la deter­minación de la seguridad de las sustancias químicas, y es completamente absurdo extrapolar a la medicina humana unos resultados que son intrín­secamente falsos”.

Finalmente, hay que tener en cuenta que las consideraciones que acabamos de incluir no fueron realizadas por unos antiviviseccionistas, sino por los propios viviseccionistas, que han tenido el mérito de definir las limitaciones de una metodología en la que hasta ahora siempre habían creído con firmeza.



[1] El “criterio de falsificación” expuesto por Karl Popper, el filósofo austriaco, afirma que una proposición no es científica si no se puede demostrar que es falsa. Por ejemplo, la proposición “dentro de mil años el sol se extinguirá” no es científica, porque nadie está en posición de demostrar que no ocurrirá.
[2] La diversidad entre las proteínas y entre otros componentes (fundamentalmente polisacáridos) de las diferentes especies (vegetales y animales) es algo básico en todos los fenómenos de la inmunología, por ejemplo en las alergias y en el rechazo de órganos.
[3] Una proposición falsa es una del tipo: “El ser humano puede volar moviendo los brazos”. Dicha proposición, sin embargo, contiene en sí misma el criterio de falsificación de Popper, porque cualquiera puede demostrar que es falsa. Por otro lado, una proposición cuya falsedad nunca podría demostrarse sería del tipo: “Dentro de mi años el sol se extinguirá”.
[4] Estos datos nos fueron proporcionados por el cirujano alemán Werner Hartinger, de Waldshut-Tiengen.


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