Por Hans Ruesch
Un perro es
crucificado para estudiar la duración de la agonía de Cristo. Se extraen las vísceras
de una perra preñada para observar el instinto maternal que se manifiesta en el
animal angustiado por el dolor provocado. En una universidad, unos experimentadores provocan convulsiones a
perros y gatos para estudiar sus ondas cerebrales durante los ataques, que
aumentan gradualmente en frecuencia y gravedad hasta que los animales quedan en
un estado de crisis continua que les conduce a la muerte transcurridas de 3 a 5
horas. A continuación, los investigadores presentan algunos gráficos de la
ondas cerebrales en cuestión, pero no tienen la menor idea de cómo podrían
usarlos en la práctica.
Otro equipo
de “científicos” rocía de forma fatal con agua hirviendo a 15.000 animales de
varias especies, tras lo cual administra a la mitad de ellos un extracto de
hígado cuya utilidad en caso de shock ya era conocida: tal y como se esperaba, los
animales tratados agonizan más lentamente que el resto.
Los perros
beagles, conocidos por su dulce y afectuosa naturaleza, son torturados hasta
que comienzan a atacarse entre sí. Los “científicos” responsables de tal experimento
anuncian que estaban “llevando a cabo un estudio sobre la delincuencia juvenil”.
¿Excepciones?
¿Casos límite? Desearía que lo fueran.
Todos los
días del año, a manos de individuos de bata blanca reconocidos como autoridades
médicas, o ansiosos por obtener tal reconocimiento, o un título, o al menos un
empleo lucrativo, millones de animales –fundamentalmente ratones, ratas,
cobayas, hamsters, perros, gatos, conejos, monos, cerdos y tortugas; pero
también caballos, cabras, aves y peces– son cegados lentamente con ácidos, son
sometidos a shocks repetitivos y a inmersiones intermitentes, son envenenados,
son inoculados con enfermedades mortales, son destripados, congelados y vueltos
a congelar tras ser reanimados, y se les deja morir de hambre o de sed, en
muchos casos después de sufrir la extirpación parcial o completa de varios
órganos o el corte de la médula espinal.
Posteriormente,
las reacciones de las víctimas son meticulosamente anotadas, excepto en los
largos fines de semana, durante los cuales los animales son abandonados sin
cuidados para que mediten sobre sus sufrimientos, que pueden durar semanas,
meses o años, hasta que la muerte pone fin a su padecimientos –una muerte que
es la única anestesia eficaz que las víctimas llegan a conocer.
Pero a menudo
ni siquiera entonces les dejan en paz: son devueltos a la vida –un milagro de
la ciencia moderna– y sometidos a una nueva serie de torturas. Se ha observado
a perros enloquecidos por el dolor devorar sus propias patas, a gatos sufriendo
convulsiones que los lanzaban contra los barrotes de sus jaulas hasta sufrir un
colapso, y a monos desgarrando y mordiendo sus propios cuerpos o muriendo a
manos de sus compañeros de jaula.
Todo esto y
mucho más ha sido relatado por los propios experimentadores en las principales
publicaciones médicas, como la británica Lancet,
y sus equivalentes en América, Francia, Alemania y Suiza, de las que procede la
mayoría de las evidencias mostradas aquí.
No deje usted
de leer todavía, porque el propósito de este libro es mostrarle cómo puede y
por qué debe usted poner fin a todo esto.
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