Por el Dr. Pietro Croce
INTRODUCCIÓN
En este libro he yuxtapuesto
deliberadamente la ciencia y la pseudociencia, con el objetivo expreso
de que se produzca una lucha entre ambas.
La pseudociencia, como todos los
asuntos relacionados con el misterio, suele causar la burla o el sarcasmo. Sin
embargo, al igual que no debemos burlarnos de un borracho, uno tampoco debe
burlarse del pequeño grupo de investigadores que, actuando de buena fe, siguen empeñados en buscar las
respuestas a las enfermedades humanas en las entrañas de las ranas, los
conejillos de indias, los perros, los gatos y los primates no humanos.
Sin embargo, también existen
investigadores que actúan de mala fe,
y son una legión. Son los que consiguen diplomas, doctorados, cátedras
universitarias –y, por supuesto, dinero– de las vísceras de los animales. Me
ocuparé de este asunto en la primera parte de este libro.
La segunda parte está dedicada a la
verdadera ciencia. En ella se analizan los métodos básicos de investigación
biomédica, entre los que se incluyen la epidemiología, los métodos matemáticos
e informáticos, y la experimentación in vitro.
He intentado evitar una excesiva
complejidad, para no disuadir de la lectura al público lego en la materia. Al
mismo tiempo, no he sacrificado el rigor propio de la ciencia, de forma que
quienes tengan conocimientos científicos encuentren en estas páginas ayuda para
dar los primeros pasos hacia una ciencia que necesita una renovación radical.
MI TRANSFORMACIÓN
Yo solía experimentar con animales.
Durante muchos años obedecí sin dudar la fría lógica positivista que se me
impuso en mis estudios universitarios, y que me llevó a creer durante mucho
tiempo en la máxima de que “el positivismo científico es la única lógica
posible en la investigación médica y biológica”. Sin embargo, asegurar que la
mente humana sólo puede funcionar con un único sistema de lógica, implica
admitir que es incapaz de mirar en más de una dirección.
Tenía mi cabeza llena de nociones
inculcadas por mis profesores y extraídas de los libros y de mis prácticas en
hospitales italianos y extranjeros, y por ello tuve que hacer un esfuerzo para
poner en orden mis ideas. No obstante, era como intentar completar un puzzle
defectuoso, porque las piezas no encajaban, producían imágenes distorsionadas
que estaban separadas por espacios que yo no podía llenar, y formaban un
mosaico que se descomponía con una mínima sacudida.
Me di cuenta de que tenía que haber
algún error en la práctica y la teoría de la medicina –una falsa premisa, tanto
fundamental como elemental, capaz de socavar la estructura en su totalidad y de
viciar todo lo construido sobre ella–, o en otras palabras, un error
metodológico.
El pensamiento viviseccionista tiene su
origen en la ciencia empírica, que alcanzó su cénit en el siglo XIX y está
basada en la selección y construcción de modelos experimentales que reproducen
libremente los fenómenos que se pretende investigar.
Por ejemplo, dos condensadores cargados
con electricidad, con un polo positivo y otro negativo, producen una chispa
cuando se colocan juntos. Así se construye un modelo experimental del fenómeno
natural que provoca los rayos. ¿Y cuál es el modelo apropiado para el estudio
del ser humano, de sus funciones, de sus problemas y de sus enfermedades? La respuesta
parece obvia (pero precisamente por eso contiene un error que la invalida
completamente), y consiste en afirmar que debe ser utilizado un animal como
modelo experimental del ser humano. Inmediatamente aparece el primer obstáculo:
¿Qué animal debemos elegir? Hay miles de especies de animales en la Tierra. ¿Debemos
usar ratones? ¿Perros? ¿Y por qué no usamos rinocerontes o jabalíes?
En las ciencias físicas y mecánicas, el
investigador diseña y construye un modelo experimental que posee las
características apropiadas para su objetivo. Por otra parte, el investigador de
las ciencias biológicas que escoge un animal como modelo experimental está
obligado a aceptar algo ya formado por la naturaleza. Sería una extraña e
improbable coincidencia que las características de dicho animal fueran
adecuadas para su propósito.
Incluso la elección entre diferentes
especies de animales es ilusoria: es como elegir al azar con los ojos tapados
entre diferentes posibilidades, o lo que es peor, es como una búsqueda
oportunista del animal más “conveniente”. Los ratones, los conejos y los
conejillos de indias son convenientes, porque son fáciles de mantener, y
también lo son los gatos y los perros, porque se pueden obtener a bajo coste.
El único elemento que tendría que ser decisivo y determinante –que el animal
debe tener características morfológicas, fisiológicas y bioquímicas aplicables
al ser humano–, es un elemento que no se tiene en cuenta. De hecho, solamente
un ser humano o una quimera pueden cumplir dicho criterio.
No existe un modelo experimental del
ser humano. Todas las especies, todas las variedades de animales e incluso los
individuos de una misma especie, difieren entre ellos. Ninguna experimentación
realizada con una especie puede ser extrapolada a otra. La creencia de que esa
extrapolación puede ser legítima es la principal causa de los fracasos, y en
ocasiones de las catástrofes, que la medicina moderna nos inflige,
especialmente en el ámbito de los fármacos. Se habla y se escribe muy poco
sobre algunos hechos desagradables, algunas veces como deferencia a una ciencia
que pretende ser la “salvadora de la humanidad”, pero con más frecuencia para
evitar provocar a los enormes intereses económicos y políticos que sostienen a
nuestra medicina “salvadora”. Por ejemplo, en Agosto de 1978, sólo los
periódicos japoneses informaron de la manifestación de 30.000 personas
paralizadas y cegadas por el clioquinol que recorrió las calles de Tokio, y
únicamente cuando se celebró un juicio y la empresa fabricante del fármaco fue
declarada culpable el asunto llegó a ser conocido por la opinión pública. En el
capítulo séptimo se analizarán los detalles de la tragedia del clioquinol.
El número 8 de Il Bolletino d’Informazione sui Farmaci (Boletín de Información
sobre Fármacos), publicado por el Ministerio de Sanidad de Italia, que sabe que
tales publicaciones no cuentan con un número de lectores importante, aseguró
que “entre 1972 y junio de 1983 se retiraron del mercado 22.621 productos farmacéuticos
(en otras palabras, dichos productos fueron prohibidos). Como los fármacos son
normalmente fabricados en diferentes formas (pastillas, supositorios, etc.), en
total se retiraron unos 5.000 fármacos. Todos ellos habían pasado aparentemente
“con un gran éxito” todos los experimentos con animales exigidos por la ley.
Otro informe oficial reveló que las
cosas no han mejorado con el tiempo. Entre 1984 y 1987, los efectos secundarios
(sólo los registrados,
por supuesto) de los fármacos alcanzaron la cifra de 14.386, incluidas 112
muertes. ¿Cuántos años tienen que pasar para que se detecte que un medicamento
es peligroso, y cuántas personas se convertirán en sus víctimas entretanto? Esta
pregunta fue contestada por el Profesor Hoff en el Congreso de Medicina Clínica
celebrado en Wiesbaden, en 1976: “El 6% de las enfermedades fatales y el 25% de
todas las enfermedades tienen su origen en los medicamentos”. El Dr. Remner, de
Tübingen, dijo lo siguiente en una reunión organizada por las compañías de
seguros de Alemania: “En la República Federal de Alemania se producen unas
30.000 muertes cada año a causa de los medicamentos”.
Si en Alemania no pueden evitar
lamentarse de dicha situación, en Italia tampoco pueden mostrarse muy
contentos: las estadísticas oficiales sobre salud informan de que el 10% de las
hospitalizaciones se producen a causa de los efectos tóxicos de los fármacos, y
de que el 30% de los pacientes hospitalizados deben prolongar su estancia en el
hospital a causa de un tratamiento incorrecto. También encontramos estadísticas
alarmantes en el Reino Unido: en 1977, se registraron 120.366 casos de efectos secundarios
tóxicos en pacientes hospitalizados (Mann, 1984). Y en Estados Unidos, una de
cada siete camas de hospital está ocupada por pacientes que padecen los
mencionados efectos secundarios.
Mi demanda de que
los experimentos con animales sean abolidos no está basada en el amor a los
animales, sino en mi preocupación por la salud de mis semejantes humanos. El
pensamiento antiviviseccionista es mucho más científico que la jactancia de los
viviseccionistas, que operan en un ambiente de pensamiento medieval. Son
demasiado perezosos o avariciosos para apartarse de la cómoda tradición y para
dedicarse a los métodos de investigación científicamente correctos (por
ejemplo, la observación clínica), que actualmente están en desuso, y para
utilizar los numerosos métodos científicos modernos, como los cultivos de
tejidos y celulares, los modelos matemáticos, la epidemiología, etc.
Por
tanto, hay muchas alternativas para la vivisección. Se han descrito unas 450,
pero su número es teóricamente ilimitado, porque cada sección de la
investigación presupone la aplicación de un método científico a esa
investigación, capaz de garantizar un resultado creíble que sea compatible con
la lógica científica, que sea reproducible libremente y que satisfaga el “criterio
de falsificación” de Karl Popper. Sin embargo, la
metodología viviseccionista no cumple ninguno de los requerimientos que
acabamos de enumerar.
El
progreso científico solamente se puede conseguir con pequeños pasos. Es
preferible que esos pasos sean minúsculos, pero seguros. Los vivisectores
intentan definir la experimentación animal como un atajo hacia el conocimiento
biológico, pero no se han dado cuenta de que es un atajo en la dirección
incorrecta. La afirmación de que la medicina debe progresar a base del ensayo y
del error es inaceptable. En medicina, un “error” significa el sacrificio de
una persona, o quizá de miles de personas. Y digo una persona o miles
deliberadamente, porque una persona tiene tanto valor como mil personas. Un
vivisector afirmará: “Nosotros trabajamos por el beneficio de la mayoría”. ¡En
absoluto! Ellos no tienen derecho a sacrificar a un único ser humano por el
beneficio hipotético e indeterminado de un número indefinido de personas en un
momento no especificado del futuro.
El 16
de noviembre de 1984, a las 5 y 25 de la tarde, se anunció en la radio que
“Baby Fae” había fallecido. “Baby Fae” fue el apodo que se utilizó para
referirse a una niña que había nacido en California el 14 de octubre de ese
mismo año. Tenía una malformación en el corazón que implicaba que no podría
vivir por mucho tiempo. El 26 de octubre, en el Centro Médico Universitario de
Loma Linda, el Dr. Leonard Bailey trasplantó el corazón de un babuino en el
cuerpo de la niña. Se organizaron concentraciones de protesta cerca del
hospital. La pequeña víctima murió 21 días después de la operación,
probablemente a causa del rechazo del nuevo corazón.
“Baby
Fae” fue un conejillo de indias en un experimento viviseccionista. El objetivo
primordial del experimento era (supuestamente) averiguar si se produce el
rechazo incluso cuando el sistema inmunológico está incompleto. Es un
descubrimiento científico importante que se demostrara que el rechazo sí se
produjo, aunque era un hecho fácilmente predecible. Pero al margen de los
descubrimientos científicos, la ética humana y médica también debe tenerse en
cuenta, y una tortura como la que acabamos de describir no puede justificarse
en nombre de la ciencia.
Sin
embargo, eso no fue todo. Hubo otro aspecto importante en esta espantosa
historia que resulta asombroso desde el punto de vista técnico más elemental
(evito deliberadamente utilizar el término “científico”). El propio Profesor
Bailey indicó que el rechazo no se produjo por la incompatibilidad del corazón
del babuino y el cuerpo de la niña, sino porque –aunque esto pueda parecernos
realmente inconcebible– su equipo no se tomó la molestia de hacer algo que hoy
es un procedimiento rutinario en todas las transfusiones de sangre que se hacen
en el mundo: no se dieron cuenta de que debían comprobar los grupos sanguíneos
de receptor y donante. Con el tiempo se filtró a los medios que la sangre de
“Baby Fae” era del grupo O, mientras que la del babuino era del grupo AB. El
Profesor Bailey hizo las siguientes declaraciones en La Repubblica, el 13 de mayo de 1987: “Resultó fatal mezclar sangre
de dos grupos diferentes. Estábamos más preocupados por las diferencias entre
las dos especies que por la sangre. Cometimos un error”.
Como
científico, reconozco el gran interés para la ciencia del experimento de “Baby
Fae” , pero como ser humano, mantengo que la pequeña fue usada como conejillo
de indias y que los responsables del ejercicio deberían ser castigados por la
ley. De lo contrario, todos tendríamos que aceptar la perversa noción de que el
fin justifica los medios, una máxima catastrófica que ha tenido efectos
nefastos en la humanidad durante milenios.
Volvamos
al concepto del ensayo y el error. Yo prefiero llamar “científicos” a los
métodos que otros llaman “alternativos”. Son científicos porque son los más fiables
y porque minimizan el riesgo de error, o lo que es lo mismo, el riesgo de
causar sufrimiento y muerte en los seres humanos. Como hemos comentado, existen
tres métodos: la epidemiología, los modelos matemáticos y los cultivos in vitro de células y de tejidos. Es
posible que dichos métodos no garanticen un progreso sensacionalmente rápido, pero
son pasos cortos y seguros en un camino recto. Con frecuencia suele preguntarse
por qué se utilizan tan poco entonces. La única razón es que las Universidades
continúan instruyendo a las nuevas generaciones de estudiantes con la
experimentación animal. No pueden, o simplemente no quieren liberarse de un
modo de pensar ciego e infructuoso: seguir con los viejos hábitos es más fácil
que innovar.
Algunos
viviseccionistas –los dotados de un temperamento más crítico–, han empezado a
expresar sus dudas y a buscar una solución intermedia. Admiten que los
experimentos con animales no proporcionan respuestas definitivas, pero
mantienen que al menos nos dan una indicación que nos ayuda a saber que estamos
en la senda correcta, lo que nos permite determinar que podemos continuar en la
misma dirección. Dicha indicación puede ser de hecho útil, con una condición:
que sea correcta. Supongamos que un viajero pregunta a un viandante por el
camino que debe seguir para llegar a la Iglesia de Santa María. El viandante
señala vagamente hacia el Este. Sería una “indicación”, un fragmento de
información que aunque sea incompleta puede ayudarle si la dirección indicada
es la correcta. No obstante, si el viandante, en lugar de señalar hacia el Este
(donde está la iglesia situada), señala hacia el Oeste o hacia el Sur, la
indicación no solamente es incompleta sino que además es errónea y engañosa.
Los
mismo puede decirse de la metodología de investigación viviseccionista. Si
proporcionara indicaciones incompletas pero correctas, podría ser de cierta
utilidad. Sin embargo, no sólo no es útil, sino que también es engañosa, porque
sólo por casualidad proporciona indicaciones en la dirección correcta, por lo que
los investigadores no tienen ninguna posibilidad de predecir si se producirá o
no una afortunada coincidencia.
¿Qué
significan en realidad las expresiones “por casualidad” y “por coincidencia”? No
tenemos problemas para admitir que, por ejemplo, una sustancia que sea venenosa
para un perro puede serlo también para un humano. Sin embargo, eso puede ser
una mera coincidencia, que obedece a las leyes de la probabilidad, y, al
aceptarla como norma cometemos un error que podría causar muchas víctimas antes
de que nos percatemos de la situación. Existen miles de víctimas de la medicina
moderna; tantas que se han publicado miles de artículos especializados sobre
las enfermedades iatrogénicas, o lo que es lo mismo, enfermedades causadas por
doctores que parecen haber olvidado el precepto básico hipocrático: Primum non nocere (Primero, no hacer
daño).
El
concepto de experimentación viviseccionista con humanos no es una macabra
fantasía. Se cree que hoy se practica ampliamente. Muchos viviseccionistas
están empezando a darse cuenta de que experimentar con una especie animal para
extrapolar los resultados a otra especie (experimentación inter species), es un error metodológico. Por tanto, están
empezando a dedicarse a la experimentación intra
speciem, lo que implica experimentar con perros para aprender algo sobre
los perros, con gatos para aprender algo sobre los gatos, y con humanos para
aprender algo sobre los humanos. Pero esta variante sofisticada de la
vivisección, a pesar de que puede parecer atrayente, no garantiza resultados
más fiables que los obtenidos mediante la experimentación inter species (como demostraré más adelante).
Ninguna
especie animal puede ser un modelo experimental de ninguna otra especie, y sólo
un análisis superficial puede contentarse con las similitudes morfológicas,
como por ejemplo las siguientes: “Los perros, como los humanos, tienen cabeza,
dos ojos, un hígado, un corazón, etc.” Igualmente engañoso y burdo es recurrir
a analogías del tipo: “Si aplasto la pata de un perro, el pero aúlla”, “y si
aplasto el pie de un humano, el humano grita de dolor”; “Si a una hembra de
primate no humana le quito a su cría, la hembra de primate no humana se pone
triste”, “y si a una madre humana le quito a su hija, la madre humana se pone
triste”.
Tales
analogías existen, y sería absurdo negarlas. ¿Por qué existen? Porque dado que
tenemos un origen común, esos atributos forman parte de una entidad insondable
e indivisible que llamamos “vida”. Que ciertos tipos de comportamiento tienen
una raíz común parece aún más evidente si nos paramos a examinar a cualquier
ser vivo sin prejuicios científicos. La búsqueda de alimento, la huida del
peligro, el deseo de reproducción y otros tipos de comportamiento que podríamos
denominar “instintos” por razones de conveniencia, son atributos fundamentales
del fenómeno de la vida.
No
obstante, por lo que se refiere a los componente materiales de los tejidos de
las innumerables especies animales, debemos detenernos por un momento para
plantearnos la siguiente pregunta: ¿Pueden ser consideradas análogas dos
especies animales, cuando sabemos que los tejidos de cada especie están
compuestos de miles de proteínas (alrededor de diez mil), de las cuales ni
siquiera una que sea común en ambas especies es idéntica en las dos, y cuyas
secuencias de ADN (ácido desoxirribonucleico), que transmiten las
características hereditarias, difieren una de otra en las distintas especies? (Las moléculas del ADN difieren
en distintos animales en la longitud de las cadenas de la doble hélice y en el
número y la disposición de los nucleótidos de los que están compuestas. Existen
miles de millones de posibles combinaciones, porque el número de nucleótidos
del ADN humano, por ejemplo, es de cerca de tres mil millones).
Una
norma fundamental de cualquier experimento científico es que tiene que ser
reproducible. Un experimento es reproducible cuando siempre produce un
resultado idéntico, sin importar dónde o cuándo se realice, y sin que importe
tampoco quién sea el investigador que lo lleve a cabo. Si no es así, algo
falla. O bien la hipótesis es errónea, o bien no es demostrable, o
bien el método usado para demostrarla es incorrecto. Por lo tanto, tenemos que
averiguar si los experimentos con animales (incluido el animal humano) tienen
la característica intrínseca de la reproductibilidad.
Encontramos
la respuesta en una investigación llevada a cabo en la Universidad de Bremen,
cuyos resultados fueron publicados en un artículo titulado “Die Problematik der
Wirkunschwelle in Pharmakologie und Toxicologie” (“Problemas del Umbral de
Eficacia en Farmacología y Toxicología”). La investigación demostró que:
1. Los
animales jóvenes reaccionan de manera diferente que los de mayor edad a la
radiación ionizante.
2. Hay
diferencias importantes en los efectos de los tranquilizantes en los animales
jóvenes y en los de mayor edad.
3. En
los tests DL-50 (DL = dosis letal; los tests están diseñados para descubrir qué
dosis causa la muerte del 50% de los animales experimentales) efectuados con
ratas por la tarde, casi todas las ratas murieron; en los tests realizados por
la mañana, todas sobrevivieron. En los tests llevados a cabo en invierno, las
tasas de supervivencia eran del doble de las registradas en verano. Cuando se
administraron sustancias tóxicas a ratones que estaban en jaulas atestadas de
animales, casi todos murieron, mientras que todos los ratones que recibieron la
sustancia en jaulas con un número normal de animales sobrevivieron.
Los
autores de la investigación concluyeron lo siguiente: “Si tales
diferencias medioambientales mínimas produjeron unos resultados tan divergentes
e imprevistos, los experimentos con animales no son válidos para la determinación
de la seguridad de las sustancias químicas, y es completamente absurdo
extrapolar a la medicina humana unos resultados que son intrínsecamente
falsos”.
Finalmente, hay que tener en cuenta que las consideraciones que
acabamos de incluir no fueron realizadas por unos antiviviseccionistas, sino por los propios viviseccionistas, que han tenido el mérito de definir las
limitaciones de una metodología en la que hasta ahora siempre habían creído con
firmeza.