lunes, 6 de agosto de 2012

¿CIENCIA O LOCURA?


Por Hans Ruesch

Un perro es crucificado para estudiar la duración de la agonía de Cristo. Se extraen las vísceras de una perra preñada para observar el instinto maternal que se manifiesta en el animal angustiado por el dolor provocado. En una universidad,  unos experimentadores provocan convulsiones a perros y gatos para estudiar sus ondas cerebrales durante los ataques, que aumentan gradualmente en frecuencia y gravedad hasta que los animales quedan en un estado de crisis continua que les conduce a la muerte transcurridas de 3 a 5 horas. A continuación, los investigadores presentan algunos gráficos de la ondas cerebrales en cuestión, pero no tienen la menor idea de cómo podrían usarlos en la práctica.

Otro equipo de “científicos” rocía de forma fatal con agua hirviendo a 15.000 animales de varias especies, tras lo cual administra a la mitad de ellos un extracto de hígado cuya utilidad en caso de shock ya era conocida: tal y como se esperaba, los animales tratados agonizan más lentamente que el resto.

Los perros beagles, conocidos por su dulce y afectuosa naturaleza, son torturados hasta que comienzan a atacarse entre sí. Los “científicos” responsables de tal experimento anuncian que estaban “llevando a cabo un estudio sobre la delincuencia juvenil”.

¿Excepciones? ¿Casos límite? Desearía que lo fueran.

Todos los días del año, a manos de individuos de bata blanca reconocidos como autoridades médicas, o ansiosos por obtener tal reconocimiento, o un título, o al menos un empleo lucrativo, millones de animales –fundamentalmente ratones, ratas, cobayas, hamsters, perros, gatos, conejos, monos, cerdos y tortugas; pero también caballos, cabras, aves y peces– son cegados lentamente con ácidos, son sometidos a shocks repetitivos y a inmersiones intermitentes, son envenenados, son inoculados con enfermedades mortales, son destripados, congelados y vueltos a congelar tras ser reanimados, y se les deja morir de hambre o de sed, en muchos casos después de sufrir la extirpación parcial o completa de varios órganos o el corte de la médula espinal.

Posteriormente, las reacciones de las víctimas son meticulosamente anotadas, excepto en los largos fines de semana, durante los cuales los animales son abandonados sin cuidados para que mediten sobre sus sufrimientos, que pueden durar semanas, meses o años, hasta que la muerte pone fin a su padecimientos –una muerte que es la única anestesia eficaz que las víctimas llegan a conocer.

Pero a menudo ni siquiera entonces les dejan en paz: son devueltos a la vida –un milagro de la ciencia moderna– y sometidos a una nueva serie de torturas. Se ha observado a perros enloquecidos por el dolor devorar sus propias patas, a gatos sufriendo convulsiones que los lanzaban contra los barrotes de sus jaulas hasta sufrir un colapso, y a monos desgarrando y mordiendo sus propios cuerpos o muriendo a manos de sus compañeros de jaula.

Todo esto y mucho más ha sido relatado por los propios experimentadores en las principales publicaciones médicas, como la británica Lancet, y sus equivalentes en América, Francia, Alemania y Suiza, de las que procede la mayoría de las evidencias mostradas aquí.

No deje usted de leer todavía, porque el propósito de este libro es mostrarle cómo puede y por qué debe usted poner fin a todo esto.

miércoles, 1 de agosto de 2012

CONFESIONES DE UN MÉDICO HEREJE




Por el Dr. Robert S. Mendelsohn


NON CREDO

No creo en la medicina moderna. Soy un médico hereje. Mi objetivo con la publicación de este libro es conseguir que usted también se convierta en un hereje.

No siempre he sido un médico hereje. En otro tiempo creía en la medicina moderna.

En la facultad de medicina, no fui capaz de reparar en la importancia de un estudio que se estaba llevando a cabo en esa época sobre los efectos de la hormona DES (Dietilestilbestrol), porque por aquel entonces yo todavía creía. ¿Quién podría haber sospechado que 20 años después descubriríamos que el DES provoca cáncer vaginal y otros problemas genitales en los hijos de las mujeres que recibieron el fármaco durante su embarazo?

Confieso que no sospeché de la terapia con oxígeno para los niños prematuros, ni siquiera a pesar de que las maternidades más modernas y mejor equipadas tenían una incidencia de casos de ceguera parcial de alrededor del 90% de todos nos niños nacidos con un peso más bajo de lo normal. A pocos kilómetros de distancia, en un hospital bastante grande, pero menos “avanzado”, la incidencia de dicha enfermedad –denominada fibroplasia retrolental–, era de menos del 10%. Pedí a mis profesores de la Facultad de Medicina que me explicaran el motivo de esa diferencia. Y les creí cuando me dijeron que los doctores del hospital con menos recursos simplemente no sabían cómo hacer un diagnóstico correcto.

Un año o dos después se demostró que la fibroplasia retrolental se debía a las altas concentraciones de oxígeno administradas a los recién nacidos. Las clínicas ricas tenían una incidencia de casos de ceguera más alta porque contaban con los mejores equipos: las más caras y modernas incubadoras de plástico que garantizaban que todo el oxígeno bombeado en su interior llegaba al bebé. En las maternidades más modestas, sin embargo, se usaban incubadoras más antiguas. Tenían forma de bañera y disponían de una tapa metálica que no era hermética. De hecho, tenía tantas fugas que no importaba mucho cuánto oxígeno se bombease en su interior: no llegaba al niño una cantidad suficiente para cegarlo.

Y también creía todavía cuando participé en la redacción de un artículo científico sobre el uso de la Terramicina (un antibiótico) para el tratamiento de problemas respiratorios en bebés prematuros. Afirmamos que no causaba efectos secundarios. Por supuesto que no los causaba en aquel momento. No esperamos lo suficiente para averiguar que ni la Terramicina –ni cualquier otro antibiótico– servían para mucho en ese tipo de infecciones, y que, al igual que otros antibióticos basados en la tetraciclina, de hecho provocaba tinción en los dientes de los niños y creaba depósitos tóxicos en sus huesos.

Y confieso que creía en la irradiación de las amígdalas, de los nódulos linfáticos y de la glándula del timo. Creía a mis profesores cuando me decían que la radiación era peligrosa, por supuesto, pero que las dosis que usábamos eran totalmente inofensivas.

Años después –al mismo tiempo que descubrimos que la radiación “totalmente inofensiva” que habíamos sembrado una o dos décadas antes estaba empezando a producir una cosecha de tumores de tiroides–, no pude evitar preguntarme lo siguiente cuando mis antiguos pacientes regresaron a mi consulta con nódulos en el tiroides: ¿Por qué volvéis a visitarme a mí, si fui yo quien os hizo esto?

Pero ya no creo en la Medicina Moderna.

Creo que a pesar de toda la supertecnología y del exquisito trato que se supone que debe hacerle a usted sentirse tan bien atendido como un astronauta de los que llegaron a la luna, el mayor peligro para su salud es el doctor que practica la Medicina Moderna.

Creo que los tratamientos de la Medicina Moderna son rara vez eficaces, y que con frecuencia son más peligrosos que las enfermedades para cuyo tratamiento han sido desarrollados.

Creo que los peligros son agudizados por el uso generalizado de procedimientos peligrosos para procesos que realmente no son enfermedades.

Creo que más del noventa por ciento de la Medicina Moderna podría desaparecer de la Tierra –incluidos doctores, hospitales, fármacos y materiales–, y que el efecto sobre nuestra salud sería positivo e inmediato.

Creo que la Medicina Moderna se ha extralimitado, usando en situaciones cotidianas tratamientos diseñados para estados críticos.

Cada minuto de cada día, la Medicina Moderna se extralimita, porque la Medicina Moderna se enorgullece de extralimitarse. Un reciente artículo, titulado “La Maravillosa Fábrica Médica de Cleveland”, alardeó de los logros de esa Clínica de Cleveland durante el último año: “2980 operaciones a corazón abierto, 1.3 millones de pruebas de laboratorio, 73320 electrocardiogramas, 7770 radiografías, 210378 estudios radiológicos, y 24368 procedimientos quirúrgicos”.

No se ha demostrado que ninguno de dichos procedimientos haya tenido algo que ver con el mantenimiento o la recuperación de la salud. Y el artículo, que fue publicado en la revista de la propia Clínica, no se jacta de que ninguna persona fuera ayudada por toda esa gran cantidad de caras extravagancias. Y eso es así porque el producto de esa fábrica no es en absoluto la salud.

Por tanto, cuando va al médico, a usted no lo ven como una persona que necesita ayuda, sino como un potencial consumidor de los productos de la fábrica médica.

Si está usted embarazada, cuando vaya al médico la tratarán como si estuviera enferma. El embarazo es una enfermedad de nueve meses que debe ser tratada, y por ello le venderán suero intravenoso, monitores fetales, un arsenal de fármacos, una episiotomía totalmente innecesaria, y su producto más destacado: la cesárea.

Si usted comete el error de ir al médico por un resfriado o por una gripe, el doctor es capaz de recetarle antibióticos, que no solamente son inútiles contra el resfriado y la gripe, sino que además pueden provocarle problemas más importantes.

Si su hijo es muy activo y el profesor no puede manejarlo bien, es posible que su médico se extralimite y le convierta en un adicto a los fármacos.

Si un día su bebé come menos de lo habitual y no gana peso al ritmo que el manual del doctor dice, es posible que le recete fármacos para llenar el estómago del bebé con fórmulas artificiales, lo cual es peligroso.

Su usted es lo bastante insensato como para realizarse su revisión anual rutinaria, es posible que la antipatía de la recepcionista o la propia presencia del médico pueda elevarle su presión sanguínea tanto que no se irá con las manos vacías. Otra vida “salvada” por los fármacos contra la hipertensión. Y otra vida sexual arruinada, porque la impotencia se debe más al efecto de los fármacos que a problemas psicológicos.

Si usted es tan desafortunado como para estar cerca de un hospital cuando se aproximen sus últimos días sobre la Tierra, su médico se asegurará de que su cama de 500 dólares diarios esté equipada con los últimos dispositivos electrónicos, y de que un grupo de desconocidos escuche sus últimas palabras. Pero como esos extraños cobran para mantener a su familia alejada de usted, no tendrá nada que decir. Su último sonido será el pitido electrónico del electrocardiograma. Sus familiares participarán en cierto modo: pagarán las facturas.

No es de extrañar que los niños tengan miedo de los médicos. ¡Ellos sí que saben! Todavía no tienen corrompidos los instintos que detectan el verdadero peligro. Los adultos también les tienen miedo, pero no pueden admitirlo, ni siquiera en su fuero interno. Lo que ocurre es que sienten miedo de otra cosa. Los adultos aprendemos a temer no al médico, sino a lo que nos ha llevado a su consulta: nuestro cuerpo y sus procesos naturales.

Cuando temes algo, lo evitas. Lo ignoras. Te avergüenzas de ello. Simulas que no existe. Dejas que otro se preocupe de ello. Así es como el médico gana. Nosotros le dejamos. Le decimos: “No quiero tener nada que ver con esto, con mi cuerpo y sus problemas, doctor. Haga lo que tenga que hacer”.

Y el médico lo hace.

Cuando los médicos son criticados por no hablar a sus pacientes sobre los efectos secundarios de los fármacos que les recetan, se defienden asegurando que esa honestidad afectaría a la relación médico-paciente. Esa línea de defensa implica que la relación médico-paciente está basada en algo distinto del conocimiento. Está basada en la fe.

No decimos que sabemos que nuestros médicos son buenos, decimos que tenemos fe en ellos. Confiamos en ellos.

No crea usted que el médico no se da cuenta de la diferencia. Y no crea ni por un minuto que los médicos no se aprovechan de ella. Porque lo que está en juego es el sistema completo, el noventa por ciento o más de la Medicina Moderna que no necesitamos, y que, de hecho, intenta matarnos.

La Medicina Moderna no puede sobrevivir sin nuestra fe, porque la Medicina Moderna no es un arte ni una ciencia. Es una religión.

Una definición de la religión la describe como un esfuerzo organizado para ocuparse de todas las cosas raras y misteriosas que están en nuestro interior, y también las que nos rodean. La Iglesia de la Moderna Medicina se ocupa de los fenómenos más raros y misteriosos: el nacimiento, la muerte y todas las malas pasadas que entre ambos acontecimientos nos juega nuestro cuerpo, y nosotros a él. En The Golden Bough (La Rama Dorada), la religión se define como un intento de ganarnos el favor de “poderes superiores al ser humano, que se cree que dirigen y controlan el curso de la naturaleza y de la vida humana”.

Si la gente no gasta miles de millones de dólares en la Iglesia de la Moderna Medicina para ganarse el favor de los poderes que dirigen y controlan la vida humana, ¿en qué lo van a gastar si no?

Es común a todas las religiones la afirmación de que la realidad no está limitada a lo que podemos ver, oír, sentir, saborear u oler, y que tampoco depende de todo eso. Usted puede comprobar que la religión médica moderna cumple esta característica simplemente realizando una pregunta a su médico varias veces: “¿Por qué ”. ¿Por qué me receta este fármaco? ¿Por qué me va  ayudar esta operación? ¿Por qué tengo que hacer eso? ¿Por qué tiene que hacerme eso usted?

Simplemente pregunte por qué un número suficiente de veces y tarde o temprano llegará al Abismo de la Fe. Su médico se escudará en el hecho de que usted no tiene forma de saber ni de entender todas las maravillas que él controla. Simplemente confíe en mí.

Acaba usted de recibir su primera lección de herejía médica. La Segunda Lección es que si un médico alguna vez quiere que usted haga algo que usted tenga miedo de hacer, y usted le pregunta por qué un número suficiente de veces hasta que él diga “Confíe En Mí”, lo que usted debe hacer es darse la vuelta y poner entre él y usted tanta distancia como su estado de salud le permita.

Desafortunadamente, pocas personas hacen eso. Se rinden. Permiten que el miedo a la mascarilla de hechicero del médico, al desconocido espíritu que se esconde detrás de ella, y al misterio de lo que está sucediendo y de lo que sucederá, se transforme en un respeto reverencial por todo el espectáculo.

Pero usted no debe consentir que el doctor hechicero consiga lo que desee. Usted puede liberarse de la Medicina Moderna, sin que ello suponga que usted vaya a poner en riesgo su salud. En realidad, así su salud correrá menos riesgo, porque no hay ninguna actividad más peligrosa que entrar sin estar preparado en la consulta de un médico, en una clínica, o en un hospital. Y con lo de estar preparado no quiero decir que deba asegurarse de haber cumplimentado los impresos de su seguro. Quiero decir que usted debe entrar y salir con vida y cumplir su misión. Para eso, usted necesita instrumentos apropiados, habilidad y astucia.

El primer instrumento que usted debe tener es el conocimiento de su enemigo. Una vez que haya usted comprendido que la Medicina Moderna es una religión, usted podrá luchar contra ella y defenderse más eficazmente que si creyera que está usted luchando contra un arte o una ciencia. Por supuesto, la Iglesia de la Medicina Moderna nunca se autodenomina “iglesia”. Usted nunca verá un edificio médico dedicado a la religión de la medicina, siempre estará dedicado a las artes médicas, o a la ciencia médica.

La Medicina Moderna depende de la fe para sobrevivir. Todas las religiones depende de ella. La Iglesia de la Medicina Moderna depende tanto de la fe que si todos de alguna forma se olvidaran de creer en ella un solo día, todo el sistema se derrumbaría. Porque, ¿cómo si no podría cualquier institución conseguir que la gente haga lo que la Medicina Moderna consigue que haga, sin inducirles a la suspensión profunda de cualquier duda? ¿Si la gente no tuviera fe, permitiría ser anestesiada y ser cortada en pedazos, en un proceso del que no pueden tener ni la más mínima noción? ¿Si la gente no tuviera fe, se tomaría miles de toneladas de pastillas cada año, de nuevo sin el más mínimo conocimiento de lo que los productos químicos que contienen les van a hacer?

Si la Medicina Moderna tuviera que demostrar sus procedimientos objetivamente, este libro no sería necesario. Por eso voy a demostrar que la Medicina Moderna no es una iglesia en la que usted deba tener fe.

Algunos médicos tienen miedo de asustar a sus pacientes. Mientras esté leyendo este libro usted será, en cierto modo, mi paciente. Creo que usted debe tener miedo. Es de esperar que tenga miedo cuando su bienestar y su libertad son amenazadas. Y en este momento usted está siendo amenazado.

Si está usted preparado para conocer algunos datos impactantes que su médico conoce, pero que no le contará; si usted está preparado para descubrir que su médico es peligroso; sin está usted preparado para aprender a protegerse de su médico, entonces usted debe seguir leyendo, porque de todo eso trata este libro.

HANS RUESCH ENTREVISTA AL DR. WERNER HARTIGERN


En el año de 1987, Hans Ruesch entrevistó al Dr. Hartinger, un reconocido cirujano alemán que es conocido por su enérgica postura en contra de la vivisección. En esta entrevista el Dr. Hartinger niega categóricamente que las prácticas con animales sean necesarias para formar a un buen cirujano. Con una experiencia de más de 25 años el Dr. Hartinger desmiente de esta manera a quienes falsamente afirman que son necesarias las prácticas con animales en el campo de la cirugía.



ELEGIR ENTRE VIVISECCIÓN O CIENCIA



Por el Dr. Pietro Croce



INTRODUCCIÓN

En este libro he yuxtapuesto deliberadamente la ciencia y la pseudociencia, con el objetivo expreso de que se produzca una lucha entre ambas.

La pseudociencia, como todos los asuntos relacionados con el misterio, suele causar la burla o el sarcasmo. Sin embargo, al igual que no debemos burlarnos de un borracho, uno tampoco debe burlarse del pequeño grupo de investigadores que, actuando de buena fe, siguen empeñados en buscar las respuestas a las enfermedades humanas en las entrañas de las ranas, los conejillos de indias, los perros, los gatos y los primates no humanos.

Sin embargo, también existen investigadores que actúan de mala fe, y son una legión. Son los que consiguen diplomas, doctorados, cátedras universitarias –y, por supuesto, dinero– de las vísceras de los animales. Me ocuparé de este asunto en la primera parte de este libro.

La segunda parte está dedicada a la verdadera ciencia. En ella se analizan los métodos básicos de investigación biomédica, entre los que se incluyen la epidemiología, los métodos matemáticos e informáticos,  y la experimentación in vitro.

He intentado evitar una excesiva complejidad, para no disuadir de la lectura al público lego en la materia. Al mismo tiempo, no he sacrificado el rigor propio de la ciencia, de forma que quienes tengan conocimientos científicos encuentren en estas páginas ayuda para dar los primeros pasos hacia una ciencia que necesita una renovación radical.


MI TRANSFORMACIÓN

Yo solía experimentar con animales. Durante muchos años obedecí sin dudar la fría lógica positivista que se me impuso en mis estudios universitarios, y que me llevó a creer durante mucho tiempo en la máxima de que “el positivismo científico es la única lógica posible en la investigación médica y biológica”. Sin embargo, asegurar que la mente humana sólo puede funcionar con un único sistema de lógica, implica admitir que es incapaz de mirar en más de una dirección.

Tenía mi cabeza llena de nociones inculcadas por mis profesores y extraídas de los libros y de mis prácticas en hospitales italianos y extranjeros, y por ello tuve que hacer un esfuerzo para poner en orden mis ideas. No obstante, era como intentar completar un puzzle defectuoso, porque las piezas no encajaban, producían imágenes distorsionadas que estaban separadas por espacios que yo no podía llenar, y formaban un mosaico que se descomponía con una mínima sacudida.

Me di cuenta de que tenía que haber algún error en la práctica y la teoría de la medicina –una falsa premisa, tanto fundamental como elemental, capaz de socavar la estructura en su totalidad y de viciar todo lo construido sobre ella–, o en otras palabras, un error metodológico.

El pensamiento viviseccionista tiene su origen en la ciencia empírica, que alcanzó su cénit en el siglo XIX y está basada en la selección y construcción de modelos experimentales que reproducen libremente los fenómenos que se pretende investigar.

Por ejemplo, dos condensadores cargados con electricidad, con un polo positivo y otro negativo, producen una chispa cuando se colocan juntos. Así se construye un modelo experimental del fenómeno natural que provoca los rayos. ¿Y cuál es el modelo apropiado para el estudio del ser humano, de sus funciones, de sus problemas y de sus enfermedades? La respuesta parece obvia (pero precisamente por eso contiene un error que la invalida completamente), y consiste en afirmar que debe ser utilizado un animal como modelo experimental del ser humano. Inmediatamente aparece el primer obstáculo: ¿Qué animal debemos elegir? Hay miles de especies de animales en la Tierra. ¿Debemos usar ratones? ¿Perros? ¿Y por qué no usamos rinocerontes o jabalíes?

En las ciencias físicas y mecánicas, el investigador diseña y construye un modelo experimental que posee las características apropiadas para su objetivo. Por otra parte, el investigador de las ciencias biológicas que escoge un animal como modelo experimental está obligado a aceptar algo ya formado por la naturaleza. Sería una extraña e improbable coincidencia que las características de dicho animal fueran adecuadas para su propósito.

Incluso la elección entre diferentes especies de animales es ilusoria: es como elegir al azar con los ojos tapados entre diferentes posibilidades, o lo que es peor, es como una búsqueda oportunista del animal más “conveniente”. Los ratones, los conejos y los conejillos de indias son convenientes, porque son fáciles de mantener, y también lo son los gatos y los perros, porque se pueden obtener a bajo coste. El único elemento que tendría que ser decisivo y determinante –que el animal debe tener características morfológicas, fisiológicas y bioquímicas aplicables al ser humano–, es un elemento que no se tiene en cuenta. De hecho, solamente un ser humano o una quimera pueden cumplir dicho criterio.

No existe un modelo experimental del ser humano. Todas las especies, todas las variedades de animales e incluso los individuos de una misma especie, difieren entre ellos. Ninguna experimentación realizada con una especie puede ser extrapolada a otra. La creencia de que esa extrapolación puede ser legítima es la principal causa de los fracasos, y en ocasiones de las catástrofes, que la medicina moderna nos inflige, especialmente en el ámbito de los fármacos. Se habla y se escribe muy poco sobre algunos hechos desagradables, algunas veces como deferencia a una ciencia que pretende ser la “salvadora de la humanidad”, pero con más frecuencia para evitar provocar a los enormes intereses económicos y políticos que sostienen a nuestra medicina “salvadora”. Por ejemplo, en Agosto de 1978, sólo los periódicos japoneses informaron de la manifestación de 30.000 personas paralizadas y cegadas por el clioquinol que recorrió las calles de Tokio, y únicamente cuando se celebró un juicio y la empresa fabricante del fármaco fue declarada culpable el asunto llegó a ser conocido por la opinión pública. En el capítulo séptimo se analizarán los detalles de la tragedia del clioquinol.

El número 8 de Il Bolletino d’Informazione sui Farmaci (Boletín de Información sobre Fármacos), publicado por el Ministerio de Sanidad de Italia, que sabe que tales publicaciones no cuentan con un número de lectores importante, aseguró que “entre 1972 y junio de 1983 se retiraron del mercado 22.621 productos farmacéuticos (en otras palabras, dichos productos fueron prohibidos). Como los fármacos son normalmente fabricados en diferentes formas (pastillas, supositorios, etc.), en total se retiraron unos 5.000 fármacos. Todos ellos habían pasado aparentemente “con un gran éxito” todos los experimentos con animales exigidos por la ley.

Otro informe oficial reveló que las cosas no han mejorado con el tiempo. Entre 1984 y 1987, los efectos secundarios (sólo los registrados, por supuesto) de los fármacos alcanzaron la cifra de 14.386, incluidas 112 muertes. ¿Cuántos años tienen que pasar para que se detecte que un medicamento es peligroso, y cuántas personas se convertirán en sus víctimas entretanto? Esta pregunta fue contestada por el Profesor Hoff en el Congreso de Medicina Clínica celebrado en Wiesbaden, en 1976: “El 6% de las enfermedades fatales y el 25% de todas las enfermedades tienen su origen en los medicamentos”. El Dr. Remner, de Tübingen, dijo lo siguiente en una reunión organizada por las compañías de seguros de Alemania: “En la República Federal de Alemania se producen unas 30.000 muertes cada año a causa de los medicamentos”.

Si en Alemania no pueden evitar lamentarse de dicha situación, en Italia tampoco pueden mostrarse muy contentos: las estadísticas oficiales sobre salud informan de que el 10% de las hospitalizaciones se producen a causa de los efectos tóxicos de los fármacos, y de que el 30% de los pacientes hospitalizados deben prolongar su estancia en el hospital a causa de un tratamiento incorrecto. También encontramos estadísticas alarmantes en el Reino Unido: en 1977, se registraron 120.366 casos de efectos secundarios tóxicos en pacientes hospitalizados (Mann, 1984). Y en Estados Unidos, una de cada siete camas de hospital está ocupada por pacientes que padecen los mencionados efectos secundarios.

Mi demanda de que los experimentos con animales sean abolidos no está basada en el amor a los animales, sino en mi preocupación por la salud de mis semejantes humanos. El pensamiento antiviviseccionista es mucho más científico que la jactancia de los viviseccionistas, que operan en un ambiente de pensamiento medieval. Son demasiado perezosos o avaricio­sos para apartarse de la cómoda tradición y para dedicarse a los métodos de investigación científicamente correctos (por ejemplo, la observación clínica), que actualmente están en desuso, y para utilizar los numerosos métodos científicos modernos, como los cultivos de tejidos y celulares, los modelos matemáticos, la epidemiología, etc.

Por tanto, hay muchas alternativas para la vivisección. Se han descrito unas 450, pero su número es teóricamente ilimitado, porque cada sección de la investigación presupone la aplicación de un método científico a esa investigación, capaz de garantizar un resultado creíble que sea compatible con la lógica científica, que sea reproducible libremente y que satisfaga el “criterio de falsificación”[1] de Karl Popper. Sin embargo, la metodología viviseccionista no cumple ninguno de los requerimientos que acabamos de enumerar.

El progreso científico solamente se puede conseguir con pequeños pasos. Es preferible que esos pasos sean minúsculos, pero seguros. Los vivisectores intentan definir la experimentación animal como un atajo hacia el conocimiento biológico, pero no se han dado cuenta de que es un atajo en la dirección incorrecta. La afirmación de que la medicina debe progresar a base del ensayo y del error es inaceptable. En medicina, un “error” significa el sacrificio de una persona, o quizá de miles de personas. Y digo una persona o miles deliberadamente, porque una persona tiene tanto valor como mil personas. Un vivisector afirmará: “Nosotros trabajamos por el beneficio de la mayoría”. ¡En absoluto! Ellos no tienen derecho a sacrificar a un único ser humano por el beneficio hipotético e indeterminado de un número indefinido de personas en un momento no especificado del futuro.

El 16 de noviembre de 1984, a las 5 y 25 de la tarde, se anunció en la radio que “Baby Fae” había fallecido. “Baby Fae” fue el apodo que se utilizó para referirse a una niña que había nacido en California el 14 de octubre de ese mismo año. Tenía una malformación en el corazón que implicaba que no podría vivir por mucho tiempo. El 26 de octubre, en el Centro Médico Universitario de Loma Linda, el Dr. Leonard Bailey trasplantó el corazón de un babuino en el cuerpo de la niña. Se organizaron concentraciones de protesta cerca del hospital. La pequeña víctima murió 21 días después de la operación, probablemente a causa del rechazo del nuevo corazón.

“Baby Fae” fue un conejillo de indias en un experimento viviseccionista. El objetivo primordial del experimento era (supuestamente) averiguar si se produce el rechazo incluso cuando el sistema inmunológico está incompleto. Es un descubrimiento científico importante que se demostrara que el rechazo sí se produjo, aunque era un hecho fácilmente predecible. Pero al margen de los descubrimientos científicos, la ética humana y médica también debe tenerse en cuenta, y una tortura como la que acabamos de describir no puede justificarse en nombre de la ciencia.

Sin embargo, eso no fue todo. Hubo otro aspecto importante en esta espantosa historia que resulta asombroso desde el punto de vista técnico más elemental (evito deliberadamente utilizar el término “científico”). El propio Profesor Bailey indicó que el rechazo no se produjo por la incompatibilidad del corazón del babuino y el cuerpo de la niña, sino porque –aunque esto pueda parecernos realmente inconcebible– su equipo no se tomó la molestia de hacer algo que hoy es un procedimiento rutinario en todas las transfusiones de sangre que se hacen en el mundo: no se dieron cuenta de que debían comprobar los grupos sanguíneos de receptor y donante. Con el tiempo se filtró a los medios que la sangre de “Baby Fae” era del grupo O, mientras que la del babuino era del grupo AB. El Profesor Bailey hizo las siguientes declaraciones en La Repubblica, el 13 de mayo de 1987: “Resultó fatal mezclar sangre de dos grupos diferentes. Estábamos más preocupados por las diferencias entre las dos especies que por la sangre. Cometimos un error”.

Como científico, reconozco el gran interés para la ciencia del experimento de “Baby Fae” , pero como ser humano, mantengo que la pequeña fue usada como conejillo de indias y que los responsables del ejercicio deberían ser castigados por la ley. De lo contrario, todos tendríamos que aceptar la perversa noción de que el fin justifica los medios, una máxima catastrófica que ha tenido efectos nefastos en la humanidad durante milenios.

Volvamos al concepto del ensayo y el error. Yo prefiero llamar “científicos” a los métodos que otros llaman “alternativos”. Son científicos porque son los más fiables y porque minimizan el riesgo de error, o lo que es lo mismo, el riesgo de causar sufrimiento y muerte en los seres humanos. Como hemos comentado, existen tres métodos: la epidemiología, los modelos matemáticos y los cultivos in vitro de células y de tejidos. Es posible que dichos métodos no garanticen un progreso sensacionalmente rápido, pero son pasos cortos y seguros en un camino recto. Con frecuencia suele preguntarse por qué se utilizan tan poco entonces. La única razón es que las Universidades continúan instruyendo a las nuevas generaciones de estudiantes con la experimentación animal. No pueden, o simplemente no quieren liberarse de un modo de pensar ciego e infructuoso: seguir con los viejos hábitos es más fácil que innovar.

Algunos viviseccionistas –los dotados de un temperamento más crítico–, han empezado a expresar sus dudas y a buscar una solución intermedia. Admiten que los experimentos con animales no proporcionan respuestas definitivas, pero mantienen que al menos nos dan una indicación que nos ayuda a saber que estamos en la senda correcta, lo que nos permite determinar que podemos continuar en la misma dirección. Dicha indicación puede ser de hecho útil, con una condición: que sea correcta. Supongamos que un viajero pregunta a un viandante por el camino que debe seguir para llegar a la Iglesia de Santa María. El viandante señala vagamente hacia el Este. Sería una “indicación”, un fragmento de información que aunque sea incompleta puede ayudarle si la dirección indicada es la correcta. No obstante, si el viandante, en lugar de señalar hacia el Este (donde está la iglesia situada), señala hacia el Oeste o hacia el Sur, la indicación no solamente es incompleta sino que además es errónea y engañosa.

Los mismo puede decirse de la metodología de investigación viviseccionista. Si proporcionara indicaciones incompletas pero correctas, podría ser de cierta utilidad. Sin embargo, no sólo no es útil, sino que también es engañosa, porque sólo por casualidad proporciona indicaciones en la dirección correcta, por lo que los investigadores no tienen ninguna posibilidad de predecir si se producirá o no una afortunada coincidencia.

¿Qué significan en realidad las expresiones “por casualidad” y “por coincidencia”? No tenemos problemas para admitir que, por ejemplo, una sustancia que sea venenosa para un perro puede serlo también para un humano. Sin embargo, eso puede ser una mera coincidencia, que obedece a las leyes de la probabilidad, y, al aceptarla como norma cometemos un error que podría causar muchas víctimas antes de que nos percatemos de la situación. Existen miles de víctimas de la medicina moderna; tantas que se han publicado miles de artículos especializados sobre las enfermedades iatrogénicas, o lo que es lo mismo, enfermedades causadas por doctores que parecen haber olvidado el precepto básico hipocrático: Primum non nocere (Primero, no hacer daño).

El concepto de experimentación viviseccionista con humanos no es una macabra fantasía. Se cree que hoy se practica ampliamente. Muchos viviseccionistas están empezando a darse cuenta de que experimentar con una especie animal para extrapolar los resultados a otra especie (experimentación inter species), es un error metodológico. Por tanto, están empezando a dedicarse a la experimentación intra speciem, lo que implica experimentar con perros para aprender algo sobre los perros, con gatos para aprender algo sobre los gatos, y con humanos para aprender algo sobre los humanos. Pero esta variante sofisticada de la vivisección, a pesar de que puede parecer atrayente, no garantiza resultados más fiables que los obtenidos mediante la experimentación inter species (como demostraré más adelante).

Ninguna especie animal puede ser un modelo experimental de ninguna otra especie, y sólo un análisis superficial puede contentarse con las similitudes morfológicas, como por ejemplo las siguientes: “Los perros, como los humanos, tienen cabeza, dos ojos, un hígado, un corazón, etc.” Igualmente engañoso y burdo es recurrir a analogías del tipo: “Si aplasto la pata de un perro, el pero aúlla”, “y si aplasto el pie de un humano, el humano grita de dolor”; “Si a una hembra de primate no humana le quito a su cría, la hembra de primate no humana se pone triste”, “y si a una madre humana le quito a su hija, la madre humana se pone triste”.

Tales analogías existen, y sería absurdo negarlas. ¿Por qué existen? Porque dado que tenemos un origen común, esos atributos forman parte de una entidad insondable e indivisible que llamamos “vida”. Que ciertos tipos de comportamiento tienen una raíz común parece aún más evidente si nos paramos a examinar a cualquier ser vivo sin prejuicios científicos. La búsqueda de alimento, la huida del peligro, el deseo de reproducción y otros tipos de comportamiento que podríamos denominar “instintos” por razones de conveniencia, son atributos fundamentales del fenómeno de la vida.

No obstante, por lo que se refiere a los componente materiales de los tejidos de las innumerables especies animales, debemos detenernos por un momento para plantearnos la siguiente pregunta: ¿Pueden ser consideradas análogas dos especies animales, cuando sabemos que los tejidos de cada especie están compuestos de miles de proteínas (alrededor de diez mil), de las cuales ni siquiera una que sea común en ambas especies es idéntica en las dos, y cuyas secuencias de ADN (ácido desoxirribonucleico), que transmiten las características hereditarias, difieren una de otra en las distintas especies?[2] (Las moléculas del ADN difieren en distintos animales en la longitud de las cadenas de la doble hélice y en el número y la disposición de los nucleótidos de los que están compuestas. Existen miles de millones de posibles combinaciones, porque el número de nucleótidos del ADN humano, por ejemplo, es de cerca de tres mil millones).

Una norma fundamental de cualquier experimento científico es que tiene que ser reproducible. Un experimento es reproducible cuando siempre produce un resultado idéntico, sin importar dónde o cuándo se realice, y sin que importe tampoco quién sea el investigador que lo lleve a cabo. Si no es así, algo falla. O bien la hipótesis es errónea[3], o bien no es demostrable, o bien el método usado para demostrarla es incorrecto. Por lo tanto, tenemos que averiguar si los experimentos con animales (incluido el animal humano) tienen la característica intrínseca de la reproductibilidad.

Encontramos la respuesta en una investigación llevada a cabo en la Universidad de Bremen, cuyos resultados fueron publicados en un artículo titulado “Die Problematik der Wirkunschwelle in Pharmakologie und Toxicologie” (“Problemas del Umbral de Eficacia en Farmacología y Toxicología”[4]). La investigación demostró que:

1. Los animales jóvenes reaccionan de manera diferente que los de mayor edad a la radiación ionizante.

2. Hay diferencias importantes en los efectos de los tranquilizantes en los animales jóvenes y en los de mayor edad.

3. En los tests DL-50 (DL = dosis letal; los tests están diseñados para descubrir qué dosis causa la muerte del 50% de los animales experimentales) efectuados con ratas por la tarde, casi todas las ratas murieron; en los tests realizados por la mañana, todas sobrevivieron. En los tests llevados a cabo en invierno, las tasas de supervivencia eran del doble de las registradas en verano. Cuando se administraron sustancias tóxicas a ratones que estaban en jaulas atestadas de animales, casi todos murieron, mientras que todos los ratones que recibieron la sustancia en jaulas con un número normal de animales sobrevivieron.

Los autores de la investigación concluyeron lo siguiente: “Si tales diferencias medioambientales mínimas produjeron unos resultados tan divergentes e imprevistos, los experimentos con animales no son válidos para la deter­minación de la seguridad de las sustancias químicas, y es completamente absurdo extrapolar a la medicina humana unos resultados que son intrín­secamente falsos”.

Finalmente, hay que tener en cuenta que las consideraciones que acabamos de incluir no fueron realizadas por unos antiviviseccionistas, sino por los propios viviseccionistas, que han tenido el mérito de definir las limitaciones de una metodología en la que hasta ahora siempre habían creído con firmeza.



[1] El “criterio de falsificación” expuesto por Karl Popper, el filósofo austriaco, afirma que una proposición no es científica si no se puede demostrar que es falsa. Por ejemplo, la proposición “dentro de mil años el sol se extinguirá” no es científica, porque nadie está en posición de demostrar que no ocurrirá.
[2] La diversidad entre las proteínas y entre otros componentes (fundamentalmente polisacáridos) de las diferentes especies (vegetales y animales) es algo básico en todos los fenómenos de la inmunología, por ejemplo en las alergias y en el rechazo de órganos.
[3] Una proposición falsa es una del tipo: “El ser humano puede volar moviendo los brazos”. Dicha proposición, sin embargo, contiene en sí misma el criterio de falsificación de Popper, porque cualquiera puede demostrar que es falsa. Por otro lado, una proposición cuya falsedad nunca podría demostrarse sería del tipo: “Dentro de mi años el sol se extinguirá”.
[4] Estos datos nos fueron proporcionados por el cirujano alemán Werner Hartinger, de Waldshut-Tiengen.


EL DR. ROBERT WHITE, DE CLEVELAND, OHIO.


Después de realizar numerosos trasplantes de cabezas de monos, este “científico” anunció solemnemente que estaba listo para trasplantar una cabeza humana. De momento no ha encontrado ningún voluntario, quizá porque se ha sabido que no es posible que los nervios seccionados crezcan conjuntamente después del trasplante ni tampoco unir la médula espinal a la cabeza. Si la operación tuviera éxito, el paciente probablemente debería permanecer hospitalizado de por vida, nunca podría respirar sin ayuda mecánica y sería incapaz de hablar. No obstante, sí sería capaz de sufrir tal y como sufrieron los monos del Dr. White. Ninguno de ellos sobrevivió más de 7 días: su cara se abotagaba, su lengua se endurecía y sus párpados se hinchaban progresivamente hasta que se cerraban para siempre.

El Dr. White adopta una postura “científica” mientras observa cómo uno de sus moribundos pacientes sangra continuamente por la nariz y por la boca.

El cerebro aislado de un mono reacciona supuestamente al sonido emitido por una rana metálica.

Antes de efectuar sus trasplantes, el Dr. White realizó varios experimentos consistentes por ejemplo en el vaciado de toda la sangre del cerebro, la posterior conservación del mismo sin sangre mediante refrigeración y, por último, el bombeo de dicha sangre al mismo cerebro. Los interesados en conseguir una nueva cabeza o un nuevo cuerpo pueden escribir al Dr. Robert White, de Cleveland, Ohio, Estados Unidos. (Matanza de Inocentes, página 690). 


MORIR ENTRE LAS RISAS DE LOS VIVISECTORES



Se sabe lo que ocurre en un accidente de tráfico desde que el primer automóvil fabricado por Daimler fue puesto en la carretera, pero para asegurarse y para justificar el gasto de las cuantiosas subvenciones recibidas, el Centro Médico de la Universidad de Tulane (Nueva Orleáns), hizo que 350 monos rhesus chocaran contra una pared de cemento en 1965, aunque los monos no pueden proporcionar resultados fiables porque pesan menos que nosotros y tienen un cuerpo mucho más elástico que el del ser humano.

Un mono chilla atemorizado mientras el “patólogo” sonriente intenta calmarlo haciéndole cosquillas en la axila.

El mono de la fotografía ha sido testigo de los “experimentos de choque y desnucamiento” de sus compañeros. Ahora es su turno.
Dos experimentos más realizados “por el bien de la humanidad” y para obtener un trozo del pastel de los Fondos Federales.